Eduardo Liendro Zingoni, es antropólogo social, fundador de las organizaciones “Colectivo de Hombres por Relaciones Igualitarias” y de “Diversidades y No Discriminación”. Actualmente responsable de dirigir el Centro de Reeducación para hombres que ejercen violencia contra las mujeres, que
no es poco…
¿Incluir a los hombres? ¿Acaso no estamos? ¿dónde hemos estado? ¿dónde queremos estar?
¿Qué queremos decir cuando hablamos de incluir a los hombres?
Hemos estado incluidos desde siempre: la historia se ha escrito en
masculino y hemos formado parte de parejas, familias y hemos sido padres
de hijos/as…hemos participado de la vida cotidiana de manera práctica y
simbólica, para bien y para mal. También hemos controlado instituciones
tan influyentes en la historia como el ejército, los gobiernos, las
escuelas y las iglesias. Hablamos de “incluirnos” para referirnos a otra
manera de vivir que tenga como principios rectores la equidad y la
igualdad entre hombres y mujeres; y esto no solo significa resolver
quién lava los platos o cambia los pañales (¡aunque por supuesto lo
incluye!), ni de “ayudar” a las mujeres y “alivianar su carga”. Se trata
de algo mucho más profundo y radical en la convivencia y en la manera
que nos vemos, expresamos y valoramos como hombres.
Pero claro, hay muchas maneras de ser hombres y algunos con su forma
de vivir han cuestionado y transgredido los modelos dominantes: con su
origen étnico, su sexualidad, su paternidad, sus familias, sus oficios,
su creatividad y reflexión de sí mismos. Sin embargo, no podemos tapar
el sol con un dedo y creer que la igualdad y la equidad entre mujeres y
hombres ya se instaló aquí. El machismo está aún muy vivo y sigue
prevaleciendo un modelo de relaciones de dominio y subordinación, de
abuso y de control en casi todas las esferas de la vida pública y
privada; modelo que sirve de medida y valoración para la mayoría de los
hombres y que está íntimamente ligado a la distribución de los recursos,
al consumo y a la toma de decisiones. Se habla que hombre y mujeres
somos iguales ante las leyes, e incluso ante Dios, sin embargo la
realidad es dramáticamente diferente y la desigualdad de derechos en la
esfera pública y privada mantiene una brecha que nos aleja a unos y
otras, a veces de manera dramática.
Aunque las expresiones públicas del machismo no están bien vistas y
para muchos es políticamente incorrecto, en la vida privada se sigue
reproduciendo con la carga del trabajo doméstico y la crianza de los
hijos para ellas, con formas de control y sometimiento que van del
chantaje emocional al paternalismo, hasta la violencia brutal que en
muchas mujeres ha causado daños severos e incluso acabado con sus vidas.
Los hombres hemos realizado pocos cambios en los estereotipos
tradicionales de lo que significa ser hombre y nos hemos mantenido
distanciados de los esfuerzos por la equidad y la igualdad de género;
aún nos falta mucho para sumarnos con decisión a lo que no es, ni más ni
menos, que una cuestión de justicia social para más de la mitad de la
población: las mujeres. Pero no es solo por ellas, tampoco hemos visto
el potencial de sobrevivencia y bienestar que para nosotros mismos
pueden tener nuevas formas de ser y estar.
Muchas mujeres (y algunos pocos hombres) lo han planteado desde hace
ya siglos y el feminismo, en sus diversas expresiones, ha construido una
corriente imparable para hacer visible esta injusticia y proponer leyes
y acciones públicas que impulsen cambios, fortaleciendo a las mujeres y
sacudiendo a los hombres para que despierten y se muevan de lugar.
Apoyar esta corriente es tan imprescindible y vital como apoyar al
movimiento ecológico o al movimiento por la paz y el desarme: nuestras
vidas y convivencia está de por medio.
¿Por qué nos es tan difícil cambiar y ver los beneficios en ello? Los
hombres nos parecemos mucho más a nuestros padres de lo que
quisiéramos, a pesar de los pesares y de historias dolorosas a montón.
Si nos atrevemos a movemos del guion dominante de “qué debe hacer” y
“cómo debe comportarse un hombre”, estamos expuestos a recibir fuertes
críticas de desvalorización y nos enfrentamos a nuestros propios temores
al qué dirán; esto muchas veces puede más que nuestras ganas de innovar
y explorar más allá del campo seguro de nuestra supuesta hombría.
También la dificultad de cambiar es una cuestión de privilegios, no
podemos negarlo. Es cómodo no involucrarse en el trabajo doméstico y en
la crianza de los hijos/as, pues al fin y al cabo es un trabajo que
implica inversión de tiempo y energía, que cansa y que nunca acaba y que
mejor que alguien lo haga por nosotros. Creer que esa dimensión de la
vida no nos toca porque somos hombres y son tareas “naturales” de las
mujeres, es aceptar creencias arraigadas basadas en la inequidad y la
desigualdad; tener conciencia de ello y no hacer nada por transformarla,
es caer en el cinismo de “así soy y que”. Alguna vez platicando de esto
con un campesino en México, me dijo: “está canijo ser mujer” y luego
guardó silencio; ese mismo silencio cómplice que la mayoría de los
hombres guardamos ante este gran desequilibrio sin hacer mucho por
cambiar.
La crisis que vivimos los hombres es más que obvia, pero parece que
aún no es suficiente la capacidad destructiva para hacernos cambiar: las
principales causas de muerte en hombres adultos son accidentes,
alcoholismo, violencia y enfermedades por estrés. También somos los
principales causantes de las guerras, delincuencia organizada,
conflictos armados y también de la violencia en el hogar.
Ante este panorama, ¿qué podemos hacer? ¿realmente podemos cambiar?
¿qué implica sumarse?¿qué ganamos con cambiar? Tres cosas son
importantes de remarcar en la búsqueda de respuestas; una, es que el
sistema de desigualdad entre hombres y mujeres, denominado machismo,
patriarcado o como queramos llamarle, no es una condición natural y los
hombres no somos machistas por naturaleza, por más que se empeñen
algunos en buscar justificaciones biológicas e históricas, el machismo
se produce y reproduce por una organización social y un contexto, es
decir se aprende. Y si eso ocurre así, entonces podemos desaprenderlo y
aprender otras formas de vivir y relacionarnos basadas en el respeto, la
equidad de oportunidades y la igualdad de derechos.
Una segunda cuestión importante, es que como cualquier cambio de
pautas profundas, no hay varita mágica o píldora que nos cambie, es un
proceso que implica trabajo emocional, abrir y tocar heridas, sanarlas y
cerrarlas. Cambiar formas de pensar, maneras de expresar las emociones y
relación con nuestro cuerpo y nuestro entorno, incluyendo a los/as
otros/as. Es un camino que hay que andar.
Y tercero, la buena noticia: todo este posible cambio en nuestra
manera de ser y relacionarnos como hombres, puede traer importantes
beneficios para nuestra salud física y mental, mejora nuestras
relaciones y nuestra capacidad de encontrar placer y sentirnos felices,
siendo un factor importante para el bienestar de los y las demás,
contribuyendo a crear ambientes de seguridad y cuidado fundamentales
para la convivencia fraterna, equitativa e igualitaria.
En: http://serfelizesposible.com/incluir-a-los-hombres/