Confundir los sexos con los modos a través de los cuales estos se expresan resulta un error casi inaceptable ya. El hecho de que sea un error pandémicamente extendido no lo hace menos error, sino más nocivo si cabe.
Muestras de estos errores los vemos (por desgracia) a diario en, por ejemplo, la investigación científica actual cuando se desprenden conclusiones del tipo: “Los hombres A, las mujeres B“ o también “Las mujeres más A que los hombres“ o viceversa.
Conclusiones que básicamente sirven (y mucho) para la “guerra de los sexos” (en ambos lados) y que aportan más bien poco para su convivencia (que curiosamente es lo que los sexos más suelen decir que desean).
Errores y conclusiones que provienen, entre otras cosas, de seguir pensando la humanidad en clave dimórfica (o binaria, como gusta decir más) y no intersexual.
Este equívoco ha sido disipado desde finales del siglo XIX y principios del XX gracias a autores tan relevantes como Havelock Ellis, Magnus Hirschfeld y Gregorio Marañón, en lo que se ha venido a formular como la Teoría del continuo de los sexos.
Sin embargo, el empeño en ignorar su corolario roza ya la tozudez extrema: hombres y mujeres estamos hechos de lo mismo, solo que cada sujeto sexuado posee su peculiar y única combinación de rasgos masculinos y femeninos.
Si desde hace más de cien años se sabe que no existe rasgo alguno sobre el que poder decir “Las mujeres (¿todas?) tal” o “Los hombres (¿todos?) cual”, ¿qué se gana (y sobre todo, quiénes ganan) insistiendo en esa vía?
(Texto ampliado del publicado originalmente en el facebook de Samuel Díez, 25 de Febrero de 2013)
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