"Virilidad: era forzoso confirmar
que nuestro sexo era aguerrido, valiente, destructor. Nos exigíamos no
flaquear nunca. Ser impermeables al miedo, a la duda, al temblor".
Andrés Neuman, Una vez Argentina
Andrés Neuman, Una vez Argentina
La masculinidad patriarcal, que pese a los muchos cambios que también
los hombres hemos ido experimentado en el siglo XX sigue siendo la
dominante en los patrones culturales, se apoya en la construcción de una
identidad que, a su vez, se ajusta como un aguante a las exigencias del
mercado y a las reglas del capitalismo. Es decir, el hombre
competitivo, obsesionado por el desempeño, que no desfallece ante los
problemas, que se muestra ambicioso y autoritario, es el que tiene más
posibilidades de alcanzar el éxito y, por supuesto, el que con toda
seguridad seguirá ocupando las posiciones de poder político y económico.
Un hombre amante del riesgo, que se pone a prueba a sí mismo de manera
constante, que incluso desprecia su propia integridad física en nombre
de la bendición de los pares, que no duda en lanzarse a aventuras de
manera imprudente e irracional. El que demuestra su hombría, "que los
tiene bien puestos", en competiciones deportivas, en demostraciones
absurdas de su omnipotencia y en una permanente exigencia de heroísmo
mediante la cual dejar claro en las fraternidades varoniles que él
cumple las exigencias del pacto. Que puede ser reconocido como un igual y
que, a su vez, está capacitado para ejercer poder, y por lo tanto
violencia, sobre los más débiles: no sólo las mujeres sino también
aquellos hombres que, traicionando las reglas patriarcales, son unas
"nenazas".
De ahí que no nos debería extrañar la presencia masiva de hombres en
deportes de riesgo, su participación en rituales 'tribales' donde
demuestran su fuerza y sus ansias competitivas, el afán por ser dueños
de un vehículo potente mediante el que mostrarse reyes del asfalto e
incluso jugar a saltarse las reglas, lo cual será aplaudido y admirado
por sus pares. Unos patrones en los que, no lo olvidemos, sigue
educándose mayoritariamente a nuestros niños y jóvenes.
No hay más que repasar las líneas divisorias de los juguetes dirigidos a niños y a niñas,
la publicidad que insiste en convertirlos a ellos en superhéroes y a
ellas en princesas de cuento u observar con detenimiento como se
comportan unos y otras en el patio del colegio.
A lo que podríamos añadir, por si nos queda alguna duda, la publicidad
mayoritaria de automóviles que insisten en la seducción de la velocidad y
en la conversión del coche casi en un atributo erótico del hombre que
se siente orgullo de serlo. Baste con recordar el anuncio de hace unos
meses en el que el chico protagonista hablaba con orgullo de sus
posesiones, entre las que estaban un maravilloso apartamento, una chica
espectacular y, claro, el cochazo que parecía ser un factor ineludible
en sus logros como macho que se hace respetar.
Por todo ello, no nos debería sorprender lo que publican muchos periódicos en torno a Francisco José Garzón Amo, el maquinista que al parecer estaba al mando del Alvia 151 cuando descarriló a tres kilómetros de Santiago de Compostela. Sin entrar en el análisis de las posibles causas del accidente -para
eso ya están los/as tertulianos/as que llevan días convertidos en
expertos de este tipo de sucesos-, y por lo tanto de las
responsabilidades que puedan derivarse desde el punto de vista penal, lo
que me ha llamado la atención es lo que este individuo tenía publicado
en su perfil de Facebook, el cual fue eliminado poco después de empezar a
difundirse en los medios.
Según reflejan varios diarios, en dicho perfil había colgadas diversas fotografías y comentarios relacionados con la velocidad
con la que manejaba un tren en fechas pasadas. En una de las imágenes,
en la que se puede ver un velocímetro de tren que marca 200 kilómetros
por hora, Garzón se jactaba de la velocidad. La foto está subida en
marzo del 2012. Uno de sus amigos le advierte "chacho que vas a toda
hostia frenaaaaaaa" y le comenta que "como te pille la Guardia Civil, te
quedas sin puntos... jejeje". Garzón del Amo le responde en
mayúsculas: "Qué gozada sería ir en paralelo con la Guardia Civil y
pasarles haciendo saltar el radar, jejeje, menunda multa para Renfe...
Jejeje".
Con
independencia de que se trate de una broma más o menos privada, o un
ejercicio desde mi punto de vista excesivamente irresponsable de la
complicidad que se suele generar entre varones, lo más relevante de
estas referencias, con independencia insisto de las responsabilidades
que finalmente se dictamen judicialmente en el caso concreto que ha
motivado estas líneas, es que dicho perfil nos da muchas pistas de cómo
los hombres seguimos construyéndonos en unas dinámicas tremendamente
perversas. Unas dinámicas que, en muchos casos, acaban teniendo
consecuencias sobre los demás.
En este sentido, todas y todos deberíamos reflexionar por ejemplo
sobre el coste social que tiene la pervivencia de un determinado modelo
de masculinidad, que se traduce en violencia, en conductas de riesgo, en
desprecio del diálogo. Incluso cabría analizar cuánto gasta, en
términos puramente económicos, el Estado en reparar las consecuencias
de ese modelo, el cual se traduce, y cito sólo tres ejemplos muy
rotundos, en actividades delictivas, en accidentes de tráfico o en
fracaso escolar.
Es decir, debería ser una tarea urgente que las políticas de igualdad
asumieran como uno de sus ejes esenciales la atención a la masculinidad,
en el sentido de ir promoviendo una revisión del orden patriarcal y una
construcción de lo viril de acuerdo con unos parámetros que no sólo nos
harán más felices a nosotros sino que también redundarán en una
sociedad más pacífica y con menos peligros para todos y todas.
El perfil del maquinista es un ejemplo más de cómo mucho de los
males que nos siguen aquejando tienen que ver con la supervivencia de un
patrón de lo masculino que provoca heridas en nosotros mismos y en
quienes nos rodean. De ahí la urgencia de unas políticas que también
nos miren a nosotros y de una revolución, la feminista, que acabe por
fin instalando como valor social el heroísmo que supone asumir nuestra
vulnerabilidad y la necesidad por tanto de relacionarnos tierna y
cuidadosamente con los demás.
Publicado originalmente en: http://blogs.elpais.com/mujeres/2013/07/el-macho-veloz.html
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