Por Octavio Salazar publicado el 18/04/2013
Todavía hoy
a muchos, y también a muchas, les sigue sorprendiendo que me defina como hombre
feminista, algo que además en estos tiempos de retrocesos democráticos proclamo
con contundencia siempre que puedo. No obstante, a estas alturas debería ser
incuestionable que la igualdad de derechos de mujeres y hombres es un
presupuesto ineludible de la democracia. En consecuencia, cualquier demócrata,
hombre o mujer, debiera ser feminista, en cuanto que individuo comprometido con
el objetivo de que el sexo no sea un obstáculo para el acceso a los bienes y el
disfrute de los derechos. Desde el convencimiento de que el feminismo no
es lo contrario al machismo y de que la lucha de aquel no es contra los hombres
sino contra el orden social y cultural que representa el patriarcado.
A diferencia
de las mujeres, que llevan siglos cuestionando su lugar en la sociedad y el
pacto social que las ha mantenido históricamente discriminadas, los hombres no
hemos tenido la necesidad de mirarnos en el espejo y mucho menos de analizar
críticamente una estructuras que nos beneficiaban. Como bien sentenció John
Stuart Mill, hemos sido educados en la “pedagogía del privilegio” y, por
tanto, nos hemos limitado a ejercer el poder en unas estructuras binarias
basadas en la supremacía de lo masculino sobre lo femenino. Todo ello además
con el respaldo garantista de los ordenamientos jurídicos y desde la
identificación de lo universal con lo masculino.
Con ese
desigual reparto de posiciones se configuraron los Estados contemporáneos, la
teoría de los derechos humanos y hasta las mismas democracias que durante
décadas excluyeron a las mujeres de la plena ciudadanía. Como bien ha
analizado el feminismo, el pacto social estuvo precedido de un “contrato
sexual” mediante el que se consagró el privado como espacio de sometimiento de
las mujeres mientras que en el público nosotros ejercíamos plenamente los
derechos como ciudadanos.
En paralelo
se consolidaron dos mundos, el masculino y el femenino, articulados de manera
jerárquica y a los que correspondieron valores, hábitos y actitudes concebidos
desde la oposición. En este contexto los hombres hemos sido siempre
socializados para desempeñar la función de proveedores y para monopolizar la
esfera pública.
Se nos ha
educado para el ejercicio del poder, el éxito profesional y la individualidad
competitiva, lo cual ha implicado a su vez el desarrollo de unas capacidades y
la renuncia a otras. Es decir, se nos ha socializado en el marco de unos
valores y habilidades que contribuían a alcanzar y mantener nuestro papel de
héroes, al tiempo que negábamos las capacidades consideradas femeninas. La
masculinidad patriarcal, por tanto, se ha construido sobre una afirmación –la
que la vincula con el ejercicio del poder y, en consecuencia también, con el
uso en su caso de la violencia– y sobre una negación –ser hombre es ante todo
“no ser una mujer”.
No en vano
el diccionario de la RAE mantiene como una de las acepciones de feminidad “el
estado anormal del varón en el que concurren uno o varios caracteres femeninos”.
De ahí que la homofobia, entendida en un sentido amplio como rechazo de lo
femenino y en sentido estricto como negación de las opciones no heterosexuales,
forme parte de la definición de una virilidad que ha acabado actuando sobre
nosotros como un “imperativo categórico”.
En
definitiva, y gracias al patriarcado, los hombres también tenemos género, es
decir, también “nos hacemos” de acuerdo con unas reglas sociales y culturales
que determinan nuestro lugar en la sociedad así como nuestra propia identidad.
Somos educados para desempeñar el papel que se espera de nosotros y que está
ligado a las posiciones de privilegio que durante siglos nos han convertido en
sujetos activos frente a unas mujeres sometidas en lo privado y condicionadas
por su papel de cuidadoras. Y no sólo nos hemos visto obligados a asumir como
máscaras inalienables la agresividad, la competitividad, la obsesión por el
desempeño o la fortaleza física, sino que al mismo tiempo hemos renunciado a
las virtudes y capacidades vinculadas a lo emocional, a los trabajos de
cuidado, al mundo femenino que ha carecido de valoración socio-económica y
cultural.
Esa
omnipotencia también ha generado sus patologías, las cuales nos han mantenido
en muchos casos aferrados a un yugo. Prisioneros en la cárcel de la
masculinidad hegemónica que nos ha exigido demostrar de forma permanente
nuestra hombría y ocultar bajo mil escudos nuestra humana vulnerabilidad.
Es urgente,
pues, que los hombres empecemos a mirarnos por dentro y a analizar críticamente
nuestro lugar en un pacto social que nos hizo vencedores, aunque
paradójicamente también nos condenara a renunciar a todo lo que no cabía en el
prototipo del que Joaquín Herrera denominó "depredador
patriarcal". Es necesario que nos reubiquemos en lo privado, que
reivindiquemos y ejerzamos nuestro derecho-deber de corresponsabilidad en el
ámbito familiar, que asumamos los valores y las habilidades que durante siglos
negamos por entenderlas como negadoras de nuestra masculinidad y, por supuesto,
que encabecemos junto a nuestras compañeras las luchas aún pendientes por la
igualdad. Un compromiso que se hace especialmente necesario ante la crisis del
Estado Social y la reacción patriarcal que empieza a vislumbrarse, dos factores
que no sólo ralentizan la agenda feminista sino que incluso ponen en peligro
los derechos que creíamos definitivos.
La conquista
de la democracia paritaria pasa necesariamente por la revisión de la
masculinidad patriarcal y por un proceso de transformación socio-cultural en el
que los hombres hemos de asumir un papel protagonista. Sin él, los logros serán
puntuales y frágiles, de manera que se continuará prorrogando un orden que
sigue empeñado en ofrecer más obstáculos a las mujeres en el ejercicio de sus
derechos y que en los últimos tiempos está desarrollando mecanismos cada vez
más sutiles de dominación.
Esa revisión
debe incidir a su vez en la armonización entre lo público y lo privado, así
como en la redefinición de una racionalidad pública hecha a imagen y semejanza
de los hombres. En estos momentos de crisis política y económica es más
oportuno que nunca plantear otras maneras de ejercer el poder, de organizar la
convivencia y de gestionar los conflictos.
Es necesario
encontrar, como ya plateara Virginia Woolf en sus Tres guineas, “nuevos
métodos y nuevas palabras”. Un reto que exige la superación de la subjetividad
patriarcal, la apuesta por masculinidades heterogéneas y disidentes y la
configuración de una ciudadanía capaz de superar los binarios –público/privado,
razón/emoción, producción/reproducción, cultura/naturaleza,
heterosexualidad/diversidad afectivo-sexual– que durante siglos han servido
para mantener subordinadas a las mujeres y en posición de privilegio a los
hombres.
Aunque
también, y eso es algo que yo he ido descubriendo al quedarme desnudo frente al
espejo, esa hombría impuesta nos haya condenado, a la mayoría sin ser
conscientes de ello, a perdernos todo aquello que el orden cultural dominante
entendía que entraba en contradicción con la demostración pública de nuestra
virilidad. De ahí el doble compromiso que como hombre demócrata asumo como
irrenunciable, el que comienza por quitarme la máscara del género que me
atosiga y que continúa con la militancia feminista que parte del convencimiento
de que la democracia o es paritaria o no es.
Octavio
Salazar Benítez es profesor
de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba y autor de Masculinidades
y ciudadanía. Los hombres también tenemos género (Dykinson, Madrid, 2013).
Imagen: “La
lección de esgrima”, Fernando Bayona
http://blogs.elpais.com/mujeres/2013/04/los-hombres-tambi%C3%A9n-tenemos-g%C3%A9nero-1.html